Artículo de Francisco López-Muñoz, vicerrector de Investigación y Ciencia de la Universidad Camilo José Cela y miembro del Observatorio de Derechos Humanos de España.

Este compendio deontológico sentó las bases de la codificación de la bioética y priorizó el bienestar del paciente por encima de todo.

En el marco de la conmemoración del 75 aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948, no debe pasar desapercibido su alter ego en el ámbito de la salud, de la asistencia sanitaria y de la investigación biomédica: el Código de Núremberg.

Durante los denominados juicios de Núremberg a los criminales de guerra nazis, tuvo lugar el juicio de los Médicos, que comenzó el 9 de diciembre de 1946. El Tribunal Militar Internacional juzgó a tres oficiales y 20 médicos, bajo la acusación, entre otros cargos, de crímenes contra la humanidad, incluyendo la ejecución de experimentos médicos en prisioneros de guerra y civiles de países ocupados y de la propia población civil alemana.

Se oyeron los testimonios de 85 declarantes y se analizaron 1.471 documentos y 11.538 páginas de transcripciones. El Tribunal condenó a muerte a siete de los acusados y otros nueve fueron sentenciados a penas de prisión.

Este proceso sacó a la luz un perverso sistema de destrucción de la conciencia social alemana que, en su vertiente sanitaria, supuso la institucionalización de conductas criminales en materia de salud pública, higiene racial e investigación humana. Desde el momento en que Adolf Hitler alcanzó la Cancillería de Alemania en 1933, el menoscabo en materia de ética médica fue avanzando progresivamente, con la complicidad y participación activa del colectivo sanitario.

Entre las distintas formas de violación deontológica se incluyeron la implementación de las leyes de segregación racial y protección de la raza aria, los programas de esterilización forzada; y en el marco de las leyes para la prevención de las enfermedades hereditarias de la descendencia, los programas de eutanasia (Gnadentod, “muerte caritativa”) de discapacitados mentales y físicos, los experimentos médicos en discapacitados y en prisioneros sanos internados en campos de concentración, la participación en los procesos de selección de los campos e incluso en el asesinato activo de prisioneros inocentes.

Muchos médicos aceptaron que las leyes eugenésicas del ejecutivo nazi estaban concebidas para el beneficio de la nación (Volksgesundheit, en alemán) y no para el del paciente, si se quería dejar un legado de salud a las generaciones venideras. Pero, además, existieron otras muchas motivaciones para participar directamente en estos tremendos abusos: algunos sanitarios lo justificaban todo por su “entrega a la ciencia”, incluso los inhumanos experimentos cometidos en los campos de concentración, mientras otros se definían como patriotas inmersos en una guerra.

Los más ambiciosos, realizaron estas actividades para medrar en sus carreras profesionales y académicas, y también los había que estaban enfermizamente imbuidos por la perversa filosofía nazi. Por último, hay que reconocer también el hecho de que desvincularse completamente de la turbia maquinaria nazi no era fácil para el colectivo sanitario, en un ambiente ahogado por el miedo y la presión social.

 

El Código de Núremberg
Pero como suele suceder en algunos momentos de la historia, las tragedias pueden servir de abono a salutíferas cosechas. Así, en respuesta a las atrocidades cometidas, surgió el primer código internacional de ética para la investigación con seres humanos, el Código de Nüremberg, publicado el 19 de agosto de 1947 bajo el precepto hipocrático primun non nocere («lo primero es no hacer daño»).

Este Código, impregnado de la misma filosofía que un año después se plasmó en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, estableció las normas para llevar a cabo experimentos con seres humanos, incidiendo especialmente en la obtención del consentimiento voluntario de la persona, que desde entonces se ha considerado como la piedra angular de la protección de los derechos de los pacientes.

Los responsables de la elaboración del Código, que comprende una declaración de diez principios éticos, fueron dos médicos norteamericanos que participaron como asesores del Tribunal en el juicio a los médicos nazis: el psiquiatra Leo T. Alexander y el fisiólogo Andrew C. Ivy. Su gran logro fue combinar la ética hipocrática y la protección de los derechos del paciente en un único documento.

Aunque este Código no ha sido adoptado formalmente como norma legal por ninguna nación o por ninguna asociación médica, su influencia sobre los derechos humanos y la bioética ha sido profunda, ya que su exigencia básica, el consentimiento voluntario de la persona, ha sido mundialmente aceptada y es articulada en numerosas leyes internacionales sobre derechos humanos.

Así, tras la publicación del Código de Núremberg, aparecieron los primeros códigos específicos en materia de bioética, como la Declaración de Ginebra (1948), el Código Internacional de Ética Médica (1949), la Declaración de Helsinki de la Asamblea Médica Mundial (1964), en la que se incide en que “el bienestar de la persona que participa en la investigación debe tener siempre primacía sobre todos los otros intereses”, el Informe Belmont (1978), donde se recogen los tres principios éticos básicos que deben orientar toda investigación con seres humanos, como son el principio de respeto a las personas y a su autonomía, el principio de beneficencia y el principio de justicia.

Otros documentos, algo más contemporáneos, que rezuman de los principios que se consagran en el Código de Núremberg, son las Pautas Éticas Internacionales para la Investigación Biomédica en Seres Humanos (CIOMS, 2002) de la OMS, o la Declaración Universal sobre Bioética y Derechos Humanos de la UNESCO (2005), en la que se resalta el respeto a la autonomía de las personas capaces de tomar decisiones, la protección de las que no son capaces de hacerlo y de las poblaciones vulnerables.

Y en el ámbito de la salud mental, este Código inspiró la Declaración de Hawaii (1977) de la Asociación Mundial de Psiquiatría, primer documento de la profesión psiquiátrica en relación con cuestiones éticas, y finalmente la Declaración de Madrid (1996). En la actualidad, tras sus posteriores revisiones, esta Declaración incluye aspectos éticos referidos a la eutanasia, la tortura, la pena de muerte, la discriminación por motivos raciales o culturales, o la violación de los límites de la relación clínica y de la confianza entre clínicos y pacientes.

Mediante la promoción de medidas, reglas y recomendaciones de este tipo, posiblemente muchas desviaciones éticas en la práctica sanitaria y de la investigación biomédica podrían ser evitadas. Sin embargo, estos documentos deberían adquirir un rango legal de mayor relevancia si deseamos que los derechos fundamentales sean cada vez menos violentados.

Artículo de Francisco López-Muñoz, vicerrector de Investigación y Ciencia de la Universidad Camilo José Cela y miembro del Observatorio de Derechos Humanos de España.

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